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José Manuel García Marín

Relatos o Artículos propios

EN UN PAÍS IMAGINARIO

EN UN PAÍS IMAGINARIO

              Había una vez un país imaginario que se diferenciaba de los demás por la ineficacia de sus gobernantes. A ello había que añadir, en realidad, el más absoluto desprecio por la población y un desmedido amor por el poder y el dinero, que era el instrumento de intercambio, que llamaban teuros y que se guardaba en entidades privadas dedicadas a ese comercio: los tancos.

            Los tanqueros ofrecían ingentes cantidades de teuros a los gobernantes, pero a cambio les exigían total obediencia a sus deseos e intereses, que los últimos, haciendo gala de su seriedad y agradecimiento, acataban punto por punto.

             Lo anterior no quiere decir que los tiputados del Tongreso no tomasen alguna medida a favor de los ciudadanos de a pie, tales como:

                       - Subida de impuestos, que dificultaba el consumo.

                       - Bajada de sueldos e inseguridad del puesto de trabajo, para facilitar la competitividad; si bien los precios no bajaron, paradójicamente, pero ya se sabe que la alta economía es muy difícil de entender.

                       - Estrangulamiento de todo servicio público, como la sanidad gratuita o la educación.

                  - Endurecimiento de las leyes de manifestación y de libertad de expresión, conjuntamente con la anulación del poder de los jueces, como una de las garantías de libertad.

                       - Igualdad ante la justicia, V. gr.: el criminal que robaba una gallina era detenido y pasaba de inmediato a cárcel preventiva. Los mayores corruptos, en cambio, debían tener la oportunidad de hacer sus declaraciones, justificando los hechos con argumentos tan peregrinos y fantásticos que contribuían a dar sal a la política diaria. Por ello, no debían ser encarcelados. Además, en gente tan seria era impensable que huyera.

            Naturalmente, con estas sabias medidas basadas en el bien común, lo normal es que fueran reelegidos.

 

NOTA: Toda semejanza con cualquier realidad es mera coincidencia, y lo del maestro Yoda se debe a que me gusta ese personaje y no obedece a ningún parecido con nadie.

LA HERMANDAD DE LA NIEVE

LA HERMANDAD DE LA NIEVE

A veces, por justificada conveniencia del escritor, en una novela histórica se adelantan hechos o circunstancias en el tiempo sin, por ello, traicionar necesariamente a la historia, dado que no son hitos que pudieran alterarla. Y es que en estos casos, el suceso es como el excipiente de un medicamento, que da consistencia a la narración sin perturbar las crónicas y asume la función de vehículo que permite dar vuelo a la novela.

En esta ocasión, la licencia se cumple con “La Hermandad de la Nieve”, de José Vicente Pascual, editada en Ediciones Evohé, pues el nevero, en cuanto a oficio reglado, no se dio hasta el siglo XIX, como el mismo autor aclara en su nota final; sin embargo, aunque antes no existiera como gremio, lo cierto es que siempre hubo quienes se encargaron de transportarla hasta la ciudad. Ya desde la época nazarí, y seguramente con anterioridad, se usaba para refrescar bebidas y mantener alimentos en buen estado.

Es en la Granada del siglo XVI, por tanto, donde se asienta la historia de una familia cristiana oriunda de las montañas de León, de donde llega Álvaro de Bayos, soldado de las huestes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, para establecerse definitivamente, apartado de las armas. Para ello cuenta únicamente con los quinientos reales de plata que, como veterano, constituían su dote de retiro y posibilitará que arriende una finca a las afueras de Granada, y una idea fija e inmutable: fundar la Hermandad de la Nieve, con la que se convertirá en un hombre acaudalado, si bien estipulará unas condiciones férreas de comportamiento, tanto para los componentes, asalariados suyos, a los que exigirá silencio absoluto sobre los asuntos de la Hermandad y completa observancia y lealtad a sus normas, como para sí mismo. Además añadirá un requisito exclusivo para él y sus herederos varones: casar, pero sin jamás enamorarse, por el convencimiento firme de que así nunca se verán influidas sus decisiones.

En definitiva, es el anticipado fundador de un gremio, el de los neveros; no obstante, no será él, sino su nieto, Álvaro de la Santísima Trinidad de Bayos quien nos describa los aconteceres del abuelo y del padre, Álvaro Andrés de Bayos, y los suyos propios. Tres generaciones de cristianos cuyas vidas quedan enlazadas al viejo reino, en plena ebullición. A través de estos personajes, José Vicente Pascual fascina al lector, para quien recrea una atmosfera que contiene todos los aderezos para seducirlo. Gracias a ellos, aparecerán en escena moriscos huidos a las montañas, algún cura vividor, nobles musulmanes convertidos a la nueva fe para mantener su patrimonio y posición social, comerciantes, soldados, regidores, caballeros veinticuatro, taberneros compinchados con busconas y prostitutas e incluso una misteriosa “señora” que, desde su casa del Albaycín, parecía mover los hilos más sutiles de la ciudad y, por supuesto, la amenazadora sombra de la Inquisición, siempre implacable, temible para un oficio que a oídos poco avisados o envidiosos, podría estimarse de diabólico, pues transformar la nieve en hielo más se conjeturaba obra de alquimistas que de un esforzado grupo de trabajadores infatigables.

Con un argumento meditado y lúcido, por lo que tiene de original, de refrescante, “La Hermandad de la Nieve” se posará sobre el lector con la blandura de un copo, pero con la solidez del hielo, para ofrecer, de esa época granadina, una perspectiva objetiva, atrevida y placentera, como debe ser una novela. Y es que José Vicente Pascual, sin duda, sí es un alquimista de la palabra escrita.

Catedral de Burgos

Catedral de Burgos

 

 

 

 

 

La magnífica escalera dorada de Diego de Siloé.

(Sin comentarios)

 

 

 

 

 

 

 

Desgarro

    A la espera de la cena, estábamos los tres en el bar de un hotel que, si bien era antiguo, conservaba el lujo que los modernos ya habían desechado: suelos de mármol, maderas y gruesas moquetas en discreto buen estado. Distanciado de nosotros, como a dos mesas, estaba sentado un anciano solo. Charlábamos animadamente; pero yo, de vez en cuando, observaba al solitario. De repente, se levantó. Interpreté que se marchaba; sin embargo, el hombre comenzó a mover las sillas una a una y a mirar debajo de ellas. Uno de mis compañeros, al ver que volcaba toda mi atención hacia el anciano, lo miró a su vez, y luego a mí.

    -¿Qué pasa? -preguntó, curioso.

    -Ese señor, que parece que ha perdido algo -dije.

    En un instante, antes de que lo hiciera yo, mi amigo, amablemente, se fue hacia él, dispuesto a ayudarle. Hablaron, pero no pude entender más que la frase final del hombre, que indujo al compañero a volverse a nuestra mesa.

    -¡Es una manía estúpida que tengo! -fue lo que pude oír.

    -¿Qué le ocurría? -me interesé.

    -Dice que hace años que, en esa misma mesa, perdió un bolígrafo, y que no puede evitar buscarlo cada vez que viene.

    Los tres nos miramos, pero ninguno se rio de tan inútil extravagancia. El anciano se acercó a nosotros.

    -Son escritores, ¿verdad?

    -Sí, ¿cómo lo sabe? -le preguntamos asombrados.

   -Me lo han dicho en recepción -respondió, antes de lanzarse a una larga perorata, salpicada de sinsentidos, que no abandonó hasta que una sospecha, alguna luz de su conciencia, se abrió paso para apuntarle que abusaba de tres desconocidos, y se despidió, dirigiéndose hacia la barra.

    -¡Qué gran soledad! -exclamó el que, de nosotros, era poeta.

    Por fin llegó nuestra cena y, con ella, la excusa perfecta para mantenernos en silencio. En un inconfesado, pero triste, silencio.

 

El Puntal (En solidaridad con Lorca)

El Puntal (En solidaridad con Lorca)

   Con un leve impulso, que se diría imperceptible, el águila imperial abandonó el desnudo peñasco desde el que oteaba el valle. Agitó un par de veces las alas, cuya envergadura superaba los dos metros, y planeó en círculo por el lugar en que había divisado una minúscula agitación repentina. El sol pintó, por efecto de la luz, colores ilusorios en su plumaje, pardo, excepto en los hombros, poblados de grandes motas blancas.

   Como sospechaba, una liebre más nerviosa de lo oportuno, surgió del herbazal y corrió ágilmente hacia la madriguera, pero la rapaz no estaba dispuesta a perder su presa. De inmediato, se lanzó en un picado tan veloz que resultaba imposible seguirlo con la mirada.

   La liebre sólo percibió la sombra del temible agresor, cuando las garras de éste comenzaron a hundirse, irremediables, en su carne. Lacerada por aquellos agudos puñales encorvados, sintió cómo era elevada por los aires hasta un áspero risco, sobre el que la depredadora se posó sin soltar su nutritiva captura. La caza, todavía viva, se debatió en una lucha inútil, mientras la poderosa ave se alisaba con el pico las plumas bastardas, con la indiferencia de quien se sabe vencedor experimentado. Tras los últimos estertores de la víctima, el águila se echó a volar de nuevo. Su grito orgulloso, se escuchó en todo el valle.

   En las altas ramas de un eucalipto, atento a los agudos chillidos de la madre, esperaba impaciente la única cría, de cuatro meses ya, de la majestuosa carnívora. Entre ambas, el desmadejado cuerpecillo de la pieza, pronto se redujo a simples bolas de pelo ensangrentadas.

    -Madre -preguntó de repente el aguilucho-, ¿de dónde sale esa humareda?

    Hacia el este, ascendía una espesa columna de humo grisáceo, que marcaba el origen del incendio.

    -Es el fuego, hijo mío, seguramente provocado por el hombre. Es un inmenso daño para la naturaleza. Vamos, te lo enseñaré de cerca.

    En pocos minutos, las dos aves cubrieron la distancia que les separaba de la zona boscosa, hacia el este, y sobrevolaron el lugar de la tragedia. La madre descendió lo suficiente como para que el hijo observara, con detalle, la dantesca situación. Las llamas, avivadas por el viento, devoraban el tomillar, arrasándolo con la violencia de una ola flamígera, que se dividía para trepar a los árboles hasta coronar las copas, que ahora tremolaban como ardientes cabelleras. Pinos, arces, olmos, álamos, eran abrasados sin clemencia, desoídas sus dolorosas quejas, manifestadas por el estridente crepitar.

    -¡Mira! -dijo la cría, alarmada.

    Lagartos, lirones, ginetas, jabalíes, muflones, huían despavoridos, con el pánico asomándole a los ojos desorbitados. Formaban una masa caótica en desbandada, en la que cada cual buscaba la ansiada salvación, pisoteándose, perdidos, descuidados unos de otros. Los más lentos eran alcanzados por el fuego, y corrían convertidos en teas ardientes que, irónicamente, colaboraban con el incendio, hasta morir achicharrados, entre lastimosos alaridos.

    -Nosotros podemos volar y escapar más rápido -señaló, no sin tristeza-, incluso, que el hombre. ¿Somos el animal superior, madre?

    -No -negó categórica la sabia hembra-. Sólo el hombre puede combatir y vencer esta catástrofe; pero, esa no es su única singularidad, ¿te has fijado en que ningún animal ayudaba a otro? El humano tiene un sentimiento de solidaridad, del que carecemos las demás especies. Lo entenderás mejor si te lo muestro. Sígueme de nuevo.

    Esta vez, el vuelo de las aves se dirigió al oeste. Al llegar a una población, el águila descendió igualmente y se mantuvo en un constante planeo elíptico.

   -¡Cuántos nidos de hombre! -se sorprendió la cría-, pero hay muchos destrozados. ¿Qué ha ocurrido?, no parece que sea el efecto del fuego.

   -No lo fue. ¿Recuerdas que, hace unos días, la tierra tembló y los árboles movieron sus ramas? Un gran número de nidos humanos, que ellos llaman casas, se derrumbaron. Algunos murieron aplastados por los cascotes desprendidos, y bastantes otros quedaron expuestos a la noche, a la intemperie, sin ropas ni demás objetos que necesitan. No obstante, rápidamente aparecieron muchos otros, con distintos uniformes, y dedicaron sus esfuerzos a auxiliarles. Levantaron casas de tela para los afectados y heridos, les dieron comida, agua y más telas, para defenderlos del frío. Acudieron de todas partes y aún siguen haciéndolo. ¿Ves ese madero que empujan entre tres?

    -Sí, ¿para qué sirve?

    -Lo colocan ahí para evitar que esa casa se derrumbe y haya nuevos accidentes, a eso llaman un puntal; pero, el mejor puntal, es el propio hombre cuando se solidariza con los de su especie, porque, entonces, surge la esperanza.

    El aguilucho comprendió y, en silencio, se elevaron hacia el cielo, hasta no ser más que dos puntos en la distancia.

   -El puntal es la solidaridad. Me gusta... Pero nosotros también somos poderosos... -dijo, tras una breve reflexión-. Podemos mirar al sol de frente y contemplar las estrellas más de cerca -proclamó, satisfecho.

    Dos hechos asombraron a la pareja de palomas torcaces que, torpemente, se cruzaron con madre e hijo. Primero, no haber pagado su error con la vida; pero, sobre todo, por ver cómo una vieja águila sonreía.

Málaga, el paraíso de un reino

Málaga, el paraíso de un reino

Por José Manuel García Marín

    El viento de poniente cimbrea con dulzura las tiernas ramas de la arboleda del monte de Gibralfaro, como desde mucho antes de que la colina recibiera este nombre. Abajo, en el puerto, chapalea el agua contra los costados de los barcos, tal vez con las mismas notas con que lo hiciera contra las trirremes romanas; igual, seguramente, que con las naves fenicias, griegas, nazaríes, berberiscas, genovesas o castellanas. Viento y agua o, mejor, brisa, de mar perfumada. Un soplo, el hálito, la bocanada de milenios con esencia de culturas.

    Dicen que Málaga es una hoya quienes no la sienten y se ciñen, estrictamente, a su orografía. Es cierto que al norte, a su espalda, está rodeada de montes que la arropan y la defienden de los aires fríos, y que la entibia el Mediterráneo; pero, la realidad es que la naturaleza le ha concedido el abrigo, seguro y templado, del regazo de una madre. Y el azul, el azul de ese cielo nítido de noviembre. Tan nítido, tan claro, que parece que hiere y apremia a la lucidez. Málaga tiene el mar al sur, pero el mar es su norte, porque las ciudades costeras tienen, como norte, el mar.

    Hay urbes opresivas, que comprimen el espíritu y angostan el intelecto. Son poblaciones rigurosas, severas, que se complacen en lo más sombrío del pensamiento. En ellas nace y se cultiva la ortodoxia. Son esas en donde no nos atrevemos a respirar hondo, como si temiéramos, con nuestra veleidad, transgredir una norma no escrita. En cambio, a Málaga se llega con un suspiro de alivio y, casi sin querer, llenamos los pulmones hasta saturarlos de oxígeno y, acaso con él, de una heterodoxia blanca, prolífica y chispeante, como la espuma que obsequia el oleaje.

    Aún hoy los ojos de las jábegas -aquellas barcas, legado de los fenicios-, permanecen abiertos por admirar, sin duda, la belleza de una ciudad florida y femenina. Florida, porque las flores están presentes en todas partes: jardines, terrados, glorietas, balcones... ¡Es tan fácil que florezcan en esta tierra! Incluso donde no están se las intuye, en tal medida se las desea. Y es que aquí no se plantan, aquí se crían. Las flores. ¿Qué lugar es éste, donde el aire lleva en palmas aromas de sal y de romero, y las mujeres tienen mirada de jazmines en la noche?, ¿no es en estas calles donde los foráneos creen obtener una flor cuando compran una biznaga? ¡Qué delicadeza ensartar por el tallo, uno a uno, los jazmines en las agujas del cardo! Y qué sutileza la de aquél biznaguero que las voceaba: “¡Vendo olor!”, proclamaba. Admirable que, en tan corta frase, le cupiera una poesía.

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Fez, la telaraña de la clepsidra (una ciudad africana con aire mediterráneo)

Fez, la telaraña de la clepsidra (una ciudad africana con aire mediterráneo)

Por José Manuel García Marín

        Cuando aludimos a lo mediterráneo nos referimos a un conjunto de civilizaciones, sucesivas o coincidentes, pero que cada una de ellas ha proporcionado un sedimento lo suficientemente enriquecedor, como para que la suma de sustratos dé como resultante lo que hoy denominamos “cultura mediterránea”. A ello, transformado ya en concepto indiscutible, recurrimos para definir unas determinadas formas de ser, de pensar y de sentir como actores y espectadores del paso de los tiempos; de vivir, en definitiva.

         Esta filosofía de vida supera sus costas, porque, si así no fuera, Córdoba, uno de sus focos más resplandecientes en el pasado, no pertenecería a ella y el hito físico que representa nuestro árbol sacro, el olivo, cuyo oleaginoso fruto es ungidor por taumatúrgico, no tendría razón como símbolo, como marca de su expansión. Habría dejado de jalonar la extensa y móvil frontera. Es absurdo siquiera pensarlo. Pero ¿hemos reparado en que a igual distancia del mar, en línea recta, se encuentra otra ciudad luminaria, Fez? ¿Predomina una sobre otra o, tal vez, sean espejos de una misma luz? Estas “polis”, como tantas otras, más o menos alejadas de las olas del Mediterráneo, puede que, a la par de motoras de cultura, tengan por destino ser torres vigías, reflectoras de terceras, con el azogue de hojas plateadas de los olivos que las circundan. Así, este mar, de arte encendido.

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Cuento

Cuento

 

Este cuento lo escribí para la Asociación de acogimiento "Hogar Abierto". Les animo a que lean el resto, comprando el volumen 2 de "Hijos y Héroes". En él encontrarán nueve cuentos más de otros tantos escritores, que también han cedido sus derechos en beneficio de dicha asociación. Se vende a 12 € en las librerías: Luces, Rayuela y Proteo.

El leñador

                            Por José Manuel García Marín


     Duerme. El pequeño rostro, enmarcado de suaves ondas de pelo negro, descansa relajado. La luz, en penumbra, proyecta la tenue sombra de las pestañas sobre sus mejillas, ahora gordezuelas. Los labios semiabiertos como si aún esperasen el biberón, desechado un par de años atrás. Todavía algún espasmo sacude el cuerpecillo, enfundado en el pijama de minúsculas florecillas rosas y blancas. Cogida a mis dedos, de vez en cuando siento cómo los aprieta, por asegurarse de que estoy junto a ella, velando su sueño. Porque es una presión rápida, que confirma y, aliviada, se destensa. Prefiere mi mano al mono de peluche, descuidado, aunque a centímetros de su carita, en la almohada, con la sempiterna sonrisa que diríase estupefacta y las patas delanteras ofrecidas, paralizadas, en un amago de abrazo permanente.

     Hasta mí llega el olor infantil, del jabón del baño, de la colonia y, debajo de ellos, un aroma más cálido, el de la ternura de su piel y de su carne de niña.

     Por fin ha ganado peso. Cuando vino a nosotros, como padres de acogida, no alcanzaba los catorce kilos. Los nervios, quizá el miedo, no le permitían comer. Nos miraba con los ojos asombrados. No entendía, más que las palabras, el tono. Y es que el nuestro era un tono cariñoso, al que ella no estaba habituada. Ella sabía de golpes, de espantos, de gritos... de dolor y llantos. Casi no hablaba, no decía su nombre. Pero ¿qué más da un nombre? Ella reúne todos los nombres de los niños que sufren o han sufrido.

      Cerca, enroscado a los pies de la cama, ronronea el gato, al que debemos su sonrisa. El mismo que le pareció amenazador y al que ahora acaricia, interminablemente, paseando la blandura de sus yemas por la superficie del pelo, sólo las puntas, sin jamás hundirlas hasta la piel, por temor, acaso, a que se rompa o pudiera estropearse, admirada de la prodigiosa suavidad del animal...

 

Manuel Mujica Laínez

Manuel Mujica Laínez

Diario La Opinión de Málaga de 10/10/2009

Un novelista en el Museo del Prado

Por José Manuel García Marín

"A poco que cae la tarde y empieza a anochecer, los personajes de las pinturas y las estatuas del Museo del Prado, se desperezan y sacuden. Durante el día entero, permanecieron inmóviles, dentro de sus marcos o encima de sus pedestales, para admiración y tranquilidad de los turistas. Nadie, ni el estudioso más avizor, pudo advertir alguna mudanza en sus actividades a menudo embarazosas, tan habituados están a cumplir con la plástica tarea que les asignó la imaginación de sus creadores.

Entonces descabalga el feroz caballero y cesa la fuga, en los óleos de Sandro Boticelli, suelta Velázquez el pincel, y las Meninas se frotan los brazos entumecidos, aletean los ángeles del Beato, de Van der Weyden, de Memling, de Correggio, de Tiépolo, se echan a volar, y concluyen posándose en las cornisas, donde dialogan con los extraños pájaros del Bosco...".

Así arranca un relato que sólo podía construir un maestro como Manuel Mujica Laínez y que, por fortuna, recupera la editorial BELACQVA, dentro de su colección La otra orilla, con su título original: "Un novelista en el Museo del Prado".

Como indica el propio autor en la introducción, el novelista es invitado de privilegio, si bien él mismo ignora el porqué, a estar presente durante una serie de noches dentro del recinto del Museo del Prado y, como tal, testigo único, mudo, de los sorprendentes acontecimientos y peripecias que suceden al oscurecer, cuando el museo cierra sus puertas.

Ese es el momento esperado para volver los personajes de los cuadros a la vida, en la tranquila seguridad de que no serán descubiertos, lejos ya, los visitantes, del edificio de Villanueva. Entonces se reúnen, dialogan, discuten, incluso rivalizan en un concurso de elegancia, para descansar, interrumpir la inacción, el hieratismo a veces, a que están obligados por el día, en tanto son observados, y combatir el anquilosamiento de sus miembros.

Mujica distribuye en esta edición, de 137 páginas, doce historias fascinantes, en las que se aúna la imaginación del novelista, con un profundo conocimiento del arte y de los grandes pintores, algunas de cuyas obras llevan expuestas en el museo desde 1819. Naturalmente, se trata de un libro que ofrece una particular visión de las escenas representadas en las telas de la pinacoteca. A él podremos recurrir en todas las ocasiones en que deseemos disfrutar de una mirada distinta y erudita. Sin ninguna duda, aconsejo al lector que use los libros de arte de que disponga o, en su defecto, se sirva de las nuevas tecnologías y utilice los buscadores de Internet, para contemplar los cuadros a que se refiere Manuel Mujica, mientras se deleita con sus descripciones.

En definitiva, es una narración que merecería haber sido escrita sobre un lienzo, en la que cada palabra es un color, que desprende olor a pintura, a óleo centenario, y los párrafos están cargados de líneas, de volúmenes, de sombras y de figuras. Para recrearse, en suma, con la plástica y con el placer estético del lenguaje.

 

Salamanca: la ciudad dorada

Salamanca: la ciudad dorada

 

    Una ciudad monumental no puede verse en dos días. Bueno, sí, si lo que pretendemos es tener un embrollo de conventos, fachadas, claustros, palacios, etc., imposible de aclarar en el recuerdo. También es cierto que estoy contando con que nos interesen esas cosas. Mucho imaginar, me temo, porque al turista medio sólo le importan como prueba, en sus cámaras de fotos, de que han estado allí, cara a sus amigos. La fotografía, en esos casos, es un botín, un trofeo de caza, "fotos-cadáver", creo que es más acertado llamarlas; porque, en el fondo, les da igual si la escalera es la que Soto pidió a Gil de Hontañón o si fue al contrario. "¿Y en dónde estaba? ¡Ah!, no sé, pero he encontrado la rana en la fachada de la Universidad". Ya lo decía Unamuno: "Lo malo no es ver la rana, sino sólo ver la rana".

    No, no, Salamanca se merece el detenimiento. Hay que saborearla, extasiarse frente a la catedral Nueva y, luego, delante de la Vieja; apreciar el plateresco de la Casa de las Conchas, sus ventanales, sus rejas, esplendor de la forja gótica... Y volver, volver de nuevo, que algún detalle se nos habrá escapado. Después, tarde ya, sentarse en la Plaza Mayor a esperar la brisa refrescante, que acude, infalible, como a una comprometida cita. Y es que la tiene, la tiene con la luz, que a eso de las nueve ilumina las lámparas de los pórticos. No de golpe, en sucesión de hileras. A los pocos minutos, por último, y de repente, se encienden a la vez todas las luces de las fachadas y se escucha un clamor de admiración que silencia lo demás, que todo lo paraliza. Es un segundo, acaso dos, y enseguida regresa el bullicio de esa plaza barroca y viva.

    No obstante, en toda felicidad se cuela, siempre, un elemento discordante. Es la piedrecilla en el zapato, la espina de la rosa. En esta ocasión, las dos llamadas diarias del 1485 a mi móvil. Yo, inconmovible, las rechazaba. Ellos, infatigables, casi puntuales, las repetían en la jornada siguiente. Así, cinco o seis días. Hasta que, de súbito, cesaron. Al principio sólo fue un aviso de la memoria, quizá una alarma al quebrarse la rutina, a todo nos acostumbramos. Hoy no me han llamado -pensé-, y no le di más importancia; pero, al día siguiente, tampoco. ¿Se habrán olvidado de mí? -reflexioné, ya con cierta inquietud poco a poco transformada en desasosiego, pues, sin querer confesarme la razón, miraba de vez en cuando el móvil, por si no lo había oído y encontrara, en la pantallita, el mensaje de la anhelada llamada perdida-. Se abría un inesperado vacío que, con el transcurso de las horas, se convertía en una profunda y angustiosa sima. No digería bien y dormía alterado, me despertaba sudoroso e irritado y padecía serias tentaciones de ser yo quien les llamara, para reclamarles: "¿Por qué han dejado de importunarme?"; pero, en un ejercicio, estoico, de disciplina, pude sustraerme a ellas. ¡Ya no cuentan conmigo! -me lamenté una mañana, herido, al borde de la depresión-. Tuvieron que calmarme en el hotel. Vuelva, vuelva a sentarse en la Plaza Mayor, ya verá cómo se le pasa -fue el sabio consejo del experimentado y amable recepcionista.

    Llevaba razón aquél hombre. Junto al velador, con un agua mineral sin gas y unas patatas fritas, en pleno arrobamiento de frescor, de luces, de gente y de arte, razoné: "Pues sí, se vive mejor sin el 1485".

 

La Alhambra, estática nave del esplendor

La Alhambra, estática nave del esplendor

Este artículo ha sido publicado en el nº 37 de la revista trimestral "El legado andalusí". Me atrevo a recomendar esta revista porque contiene una magnífica calidad, tanto en fotografías como en sus artículos, fruto de un trabajo realizado a conciencia. Como estoy suscrito, sé que su precio es de 16€, al año, por cuatro números y da derecho a dos atrasados. Para quienes tengan interés, pueden dirigirse a: info@legadoandalusi.es

Hay actos que no requieren una previa disposición de nuestra parte; menos de los que pensamos, sin duda, pero aceptaremos que no se necesita una actitud especial para entrar -pongamos por caso- en una galería comercial, un estadio o en un supermercado. Sin embargo, incurriríamos en un grave desacierto, si adoptáramos la misma conducta, al visitar aquellas obras que el hombre ha erigido como monumentos a lo más venerable de sí mismo, a lo sagrado.

Es cierto que es difícil escapar a la influencia del apresuramiento en que vivimos, pero merece el esfuerzo evitarlo, porque la vorágine de premura constriñe nuestra mirada a un mero examen, un sencillo ojear, e impide toda contemplación. ¿Podemos adentrarnos en ese Arca de Noé de la Historia, que es la Alhambra, con tal ligereza? ¿Es admisible subir a bordo de esa nave que tiene un bosque por mascarón de proa, dedicándole uno sólo de los sentidos?

La ausencia de ceremonia, aquí, trivializa el alcance de sus finalidades y se torna irrespetuosa, insolente. Claro que, transgredir la norma, lleva implícito el castigo: no escucharemos su latido, ni sus ritmos, ni percibiremos sus armonías. Debemos ajustarnos, primero, a lo cronológico y comenzar por la fortaleza, que no es más que eso, pero que muestra orgullo de adarves, de almenas y de alturas que proclaman, desde la Torre de la Vela, el dominio de una urbe cuyo fuego, elemento al que pertenece esta Granada, únicamente atemperan las cumbres nevadas de la vieja Sulayr. Sin embargo, es en esta alcazaba, conforme finalizamos el paseo por el adarve de la muralla, donde -ya se sospecha aquí, acaso se presiente o se huele- tendremos el primer encuentro con el agua de fuentes y alfagras. El agua, esa estola cristalina de su femenino atalaje con que se ciñe, hermoseada de resplandores, de oscuros fulgores en las umbrías o de meteoros de plata cuando, de la luz, exige, inapelable, su feliz desposamiento.

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Un hombre de respeto

Un hombre de respeto

Partió un hombre este noviembre... alguien que se enamoró del brillo de unos ojos de mujer. Doy fe de que eran bellos y de que -arrojaban chispas, decía- despedían centellas de fantasía, de cariño, de ilusiones. Él supo conquistarla, reanudando su batalla cada día durante más de cincuenta años. Hasta los últimos alientos de ella, si esos ojos destellaban, llameaba él. Así, cuando su vida se agotó, él acabó por apagarse. De sus tres hijos, el varón fue mi amigo mucho tiempo, mucho, pero la muerte, inesperada, se atravesó entre ambos.

Siempre fue educado, servicial, generoso y cabal. Sé que en momentos económicamente duros de este país, y a pesar de tener un trabajo digno y suficiente, no se le cayeron los anillos, ni dudó un instante, en vender juguetes en las aceras de la plaza de la Constitución (entonces de José Antonio), por estas fechas, para colmar de regalos a los suyos. Eso, entre otras muchas cosas, a mi parecer, lo revela tierno y lo hace admirable.

Su existencia ha sido muy importante, necesaria, a mi experiencia. Ya se ha ido, pero en su camino estaba yo, y, claro, queda en mi.

 

Albarracín, ciudad medieval

Albarracín, ciudad medieval

 

     Esta ciudad, perteneciente a la provincia de Teruel, debe su nombre a la familia (Banu) Razin, que crearon una taifa de la que más tarde se apoderaría Ibn Mardanis, el rey Lobo de Murcia.

     Su belleza es espectacular y está considerada como una de las ciudades más bonitas de España, y ello se debe a un conjunto de particularidades que la hacen especial: los aleros y balcones de madera, las puertas, con aldabas únicas por su originalidad, la calidad de la forja, exhibida en las rejas de sus ventanas y el característico color de sus casas, a las que revisten de un yeso rosa que contiene polvo de hierro y que, al oxidarse por la lluvia, se cubren de un tono cálido muy acorde con la penumbra de sus calles.

     A 40 km. de Teruel, es inexcusable visitar la capital para admirar la magnífica arquitectura mudéjar, así como las fachadas de sus edificios modernistas.

 

 

FEZ, la ciudad milenaria

FEZ, la ciudad milenaria
El domingo volví de Fez. Fui, acompañado de un amigo, por ciertos datos que necesitaba para la siguiente novela. No es que transcurra allí, pero sí parte de ella, y soy partidario de visitar los sitios, si después queremos describirlos adecuadamente. Lo contrario es una falta de respeto al lector.
 
Desde nuestro hotel se veía la primitiva ciudad, extendida como el cuero de los curtidores, aunque teñida con mil colores, presidida por la imponente masa del monte Zellagh. Por supuesto que nos internamos a fondo en la medina. Disfrutamos viendo la madrasa, las mezquitas, las callejuelas y los diferentes zocos de oficios: los zapateros, los perfumeros, los tintoreros, los carpinteros, artesanos que trabajan como hace mil años. Es un descendimiento a la Edad Media, un viaje al pasado. La ausencia de tecnología moderna nos reconcilia con lo humano.
 
Recuerdo la mirada azul de un viejo artesano de la madera, un hombre hábil con el cedro que, seguramente, pasó largos años de aprendiz. Un hombre serio, cabal, con el que dolía regatear... pero ese es el juego y ambos lo sabíamos. Por otra parte, es gente amable; como decía mi amigo: "están deseosos de agradar". No importa perderse en la medina, ¿acaso la vida no es un laberinto mayor?

Azafrán en los quioscos

Azafrán en los quioscos

La editorial Planeta DeAgostini sacará, entre abril y mayo, mi novela Azafrán, dentro de la colección "Lo mejor de la nueva NOVELA HISTÓRICA". Los primeros números ya han salido y he comprobado que están bien editados, en tapa dura y con una letra de tamaño más que suficiente y bien clara. Por supuesto el precio es el adecuado para la divulgación.

Ésta es una oportunidad para todos aquellos que quieran iniciarse en la lectura de este género y desde aquí les animo.

 

 

 

 

 

Ya hay bibliotecario en el cielo franciscano

Ya hay bibliotecario en el cielo franciscano
 
     Entre los anaqueles de una inmensa biblioteca atestada de incunables, al cuidado de ellos, infatigable, se hallará catalogando volúmenes Fr. Antolín Abad. Acabo de enterarme. Sé que pasará las yemas de sus dedos, ya inmateriales pero aún más sensibles, por las encuadernaciones de pergamino a la romana, por las de cuero repujado, por los cortes, por los nervios del lomo... Olerá el aroma que surge de las páginas y estará atento al crujir del paso de las hojas. Añadirá tejuelos, dictará fichas a los ángeles y se asegurará de que las vitrinas estén limpias y perfectamente cerradas, para que el celeste polvo no penetre en ellas.
 
     Allí, feliz, porque en parte así debía de ser el cielo para él, se encontrará el hombre sabio, acaso por ello humilde, que me enseñó que a la hora de investigar no valen obstáculos.
 
 
 

La lámpara de plata

La lámpara de plata

Este cuento se debe a una deuda que tenía con mi ciudad, Málaga. En él se relata un hecho que ocurrió en la Málaga del siglo XIV, transformado en cuento, y se describe la ciudad tal y como era en esa época.

"Las inquietas luces de la gran lámpara de plata, que el piadoso Tammin ben Buluggin había donado a la mezquita aljama de Málaga, centelleaban en las retinas de Abu l-Barakat ben al-Haŷŷ; pero, éste, si bien tenía la mirada perdida en ellas, permanecía ensimismado.

Sentado sobre la alfombra, el juez apoyaba su espalda en una de las columnas de mármol, cara al mihrab, y se acariciaba la barba, negra todavía. Le preocupaba el motivo de su llamada a la fortaleza por el todopoderoso visir de Muhammad V, Abu Nu’aym Ridwan, que había entrado en la ciudad dos días antes. La misma fecha de su llegada, dos guardias de la escolta se presentaron en su casa, en el barrio de los Adarves, con la misión de entregarle un mensaje escrito de puño y letra del visir, en el que se reclamaba su presencia, para dos días después, antes del mediodía, pero sin ninguna otra aclaración. El cadí lo releyó varias veces por hallar, si no la razón, al menos el tono con que se había redactado, mas era enteramente formal y ambiguo; ni rastro de parabienes o de reconvención alguna..." (Seguir leyendo)

JOSÉ VICENTE PASCUAL

JOSÉ VICENTE PASCUAL

El día 7 de mayo estuve presente en el acto de entrada, en la Academia de Buenas Letras de Granada, de mi buen amigo José Vicente Pascual. Su discurso "El realismo de lo singular. Individuo versus ideología en la narrativa de occidente", fue soberbio, como era lógico en un escritor de su categoría. ¿Alguien no ha leído todavía "La diosa de barro"? Lo recomiendo a todos.

Ese día tuve el placer de enseñarle la Alhambra a su familia. Más tarde anduvimos por las calles de su Granada... de nuestra Granada. Fue un día feliz.

 

 

 

 

EL FUTURO

EL FUTURO

A la reciente presentación de "Azafrán" en Santa Pola, Alicante, asistió un niño de siete años que se sentó en primera fila. Yo supuse que alguno de los adultos allí presentes sería su padre o su madre, dada la formalidad que mantenía y la atención que prestaba.

Cuando se terminó el acto, se dio paso a la firma de ejemplares. Él se situó en la cola y, llegado su turno, me pidió muy serio que se lo dedicara. Me pareció un niño muy simpático y, además, creo que es para todos los escritores un placer que los más jóvenes se nos acerquen, porque es señal de que las generaciones seguirán leyendo y de que nuestras obras continuarán prestando su servicio. Quizá, incluso, alberguemos la confesable esperanza de que influyan en que alguien se sienta "envenenado" para siempre por la lectura.

Más tarde, me enteré de la verdad. El chico se dirigió con resolución a la librera y le dijo: "Hola, estoy solo. He venido sin mi papá y sin mi mamá, pero quiero ese libro."

La librera decidió regalárselo. Ante la expresión, sincera, de su firme voluntad, ¿acaso le quedaba otra opción a una mujer inteligente?

Cuando lo supe, quise hacerme una foto con él, y ahí me ven... orgulloso.

BLOG AUXILIAR

BLOG AUXILIAR

 

Hace tiempo que lo preparé y creo que ya está listo. He creado un blog nuevo, "LA MAR DE TEXTOS", para insertar en él aquellos que por su extensión debería dividir en éste. Creo que es más cómodo para la lectura que sea continuada y no a trozos, como si se trataran de entregas.

En él, y como siempre, insertaré textos propios o ajenos.

La foto que acompaño es del claustro (bellísimo) del monasterio de San Juan de los Reyes.