Presentación en Córdoba de "Santuario del Odio", de Antonio Enrique
Hoy sábado, a las 20:30, en la librería Kosmos de Córdoba, en c/ Azorín nº 3, tendré el placer de presentar la magnífica novela de Antonio Enrique.
Expongo aquí la mayor parte, no toda, de la presentación:
(...) Y, por otra parte, sabido es que un libro adquiere el último término de su objetivo cuando es, por fin, leído. Sólo entonces está finalizado; fuera de las manos de su autor, en las del lector. La interpretación que hace éste, ¿es una prolongación, ya incontenible, del trabajo del escritor? ¿Es, por tanto, una labor no sincrónica pero a dúo, en colaboración? Si es así, el lector es cómplice del literato en el libro vivo. (...)
Mis palabras están particularmente dirigidas a todos aquellos a lo que, como a mí, las novelas sobre la guerra civil española les producen inquietud y rechazo. Porque, en su mayoría, suelen ser descarnadas, partidistas, angustiosas, aparentemente escritas desde una trinchera. Si «Santuario del Odio» reuniera estas características, sería una más, pero, entonces, el autor sería otro. Aquí las culpabilidades, las actitudes, quedan de fondo para ser juzgadas por quienes se internen gozosamente entre sus páginas, mientras disfrutan del placer estético de la excepcional pluma de Antonio Enrique y de una narración verosímil y consistente. Y es verosímil porque la escrupulosidad del escritor ha exigido que soporte un proceso de documentación extraordinario. Tan riguroso que cuando, en ella, se dice que llueve, es que Antonio se ha informado de que ese día llovió.
No obstante, no se nos atosiga con un sinfín de datos abrumadores. Se reprime o se contrae la sustancia, para dar lugar a la sugerencia, que fortalece a la primera y que es la consecuencia de lo que él llama «estructura invisible», y que Hemingway denominaba «principio del iceberg», inmediatamente detectada por el lector.
Además de las descripciones directas o indirectas, no sólo del entorno o de las circunstancias, en las que se quieren destacar los sentimientos, las emociones, el autor utiliza elementos simbólicos dirigidos al subconsciente, tales como el caballo que, una vez hecha su gloriosa entrada en escena, queda fijo en la mente del lector, y que representa la libertad y la nobleza, como contrapunto de la guerra y de las acciones viles que siempre se desarrollan en ella; o esos campos de rosas que contrastan, por su colorido lleno de vida y su aroma, con la desgracia, con la muerte y el hedor de las matanzas; siendo, sin embargo, presagio de la sangre que se va a derramar. Con estos sutiles procedimientos, Antonio Enrique, en mi opinión, reivindica la esperanza para el ser humano y suaviza la novela con esta suerte de bálsamo compensatorio.
Entre los recursos empleados en esta novela, sobresale la alternancia en el uso de la primera y tercera persona. Con la primera, contemplamos el temperamento, el sentir del protagonista y la visión que tiene de las acciones y hechos de su entorno. Desde la tercera, observamos la psicología del personaje y accedemos a un panorama que, desde la primera persona, es inabordable por definición, porque el narrador, en ésta, es omnisciente. Desde la primera, no. El problema es que, para saltar de la primera persona a la tercera y viceversa, o se hace con la agilidad y la gracia de un movimiento de esgrima, como es el caso, o se desconcierta y decepciona al lector.
Por añadidura, y en perfecta coherencia con lo que manifiesta cuando, en otra de sus obras, dice: «... donde no hay lenguaje, no puede existir respeto a la trama ni al lector», Antonio agrega al relato de unos hechos, desde la más completa objetividad, ese estilo suyo, elegante, que conjuga la construcción con la fuerza modulada y la reflexión con la eufonía, como en el momento, bellísimo, en el que nos muestra al padre de Adela, la mujer del comandante, majando cantáridas secas en un almirez: «A la hora del sol extremo, un sol que resplandecía en sus ropas con reflejos como culebrinas rápidas y deslizantes, cegadoras. A esa hora en que resudan las resinas y el tiempo parece adensarse en sahumerios de incienso, ¿qué era aquel fuego en sus ropas sino las lenguas de la espada del ángel, un ángel varón y terrible al umbral de aquel paraíso?».
Si analizamos este párrafo, por disfrutar de la lectura, por paladearlo, hallaremos la función de la onomatopeya, de los sonidos y de sus predominancias, como sutiles medios para elaborar una descripción: En la frase con que comienza, la hegemonía se reparte entre la «r» y la «s»; de esta forma, al leerla, la «r» se instala como estructura de sustentación y la «s» gravita y evoluciona con ella, presentándonos un mensaje doble, la imagen de la sinuosidad de la sierpe y el silbido de ésta. Después continúan, desde el punto y seguido, complementándose por lograr, a fuerza de imagen y sonido, la aparición sensual de un aroma, el del incienso. Esto es hasta la interrogación, en que surge un tercer sonido, la «l», figurando la espada, y languidece, sin morir, la «s».
Es decir, hay una nota musical o un acorde constante en tanto emerge otro «in crescendo», en un suave paso del «allegro» al «vivace». En esto consiste el recurso de un maestro, en hacer un concierto de la palabra.
En definitiva, y en razón de ser breve para favorecer un coloquio en el que todos podamos intervenir, sólo me resta señalar que «Santuario del Odio» es una novela que debe ser releída para exprimirle todo el jugo, todo el saber y todo el deleite que contiene, porque prueba cómo un escritor puede hacernos encontrar, en la guerra, una paradoja de la vida más vibrante, y de ahí, auténtica literatura.
1 comentario
Antonia Romero -
Saludos