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José Manuel García Marín

Desde el espíritu de al-Ándalus

Desde el espíritu de al-Ándalus

Desde el espíritu de al-Ándalus

          No me interesa de qué país es esta niña, ni la lengua en la que grita, ni a qué dios brinda sus oraciones. Me importan su dolor, su indefensión, su amargura, sus ojos aterrados, helados por el asombro. Asombro, sí. Porque, sin duda, habrá oído cientos de veces cómo debe comportarse para ser una mujer responsable.

          La imagino estupefacta ante la obra de esos “adultos responsables” que la han herido y matado a su familia, que han acabado con la vida de otros niños y con los padres, tíos, abuelos y abuelas de éstos, sus amigos.

          No querría que supiera, aunque ya es tarde, que los mayores hemos consentido un mundo gobernado por locos, enfermos agudos de codicia, donde lo absurdo preside el discurso y la ética ha sido desterrada. Donde, para disfrazar los ocultos objetivos, inconfesables siempre, de esos crueles dirigentes, se nos cultiva el odio, la indiferencia ante lo humano, la ceguera de la razón o la incongruencia de que a la vida, a la armonía entre los seres, se la ordena con la muerte. Un universo estrecho, miserable, en el que damos prioridad al color de la piel que nos envuelve. Un mundo, en fin, reducido a tal simpleza, tan patético, que no se preocupa nunca del regalo y sí del envoltorio. ¿Cómo explicarle –a qué lógica subordinarme-, que el gobierno que pretende salvarnos de bombas nucleares es quien más tiene en sus arsenales y el único que las ha empleado?

Tampoco quiero que se entere de que existen alineaciones “globales”, más disgregantes que unificadoras, para mayor paradoja, y que es posible que estemos en bandos contrarios; que es probable que, según dictan unos individuos con olor a vaca en las limusinas y a muerto en sus conciencias, ella... ella sea mi enemiga.

Sí, en cambio, deseo contarle que mis raíces se hunden en la tierra de un pueblo que supo convivir, pese a quien pese, durante ochocientos años, entre religiones diferentes. Las mismas que se enfrentan hoy en Oriente Medio. Nosotros, andalusíes, entonamos el Cantar de los Cantares en sinagogas con ventanas de alabastro; nosotros ensalzamos a Allah en mezquitas de esplendorosos arcos de herradura, también nuestros; nosotros seguimos a Jesús en iglesias mozárabes, sublimes, por delicadas.

Es aquí, en la querida Sefarad, sentado en la vieja al-Ándalus, con la autoridad que confiere la cuna de la tolerancia, la cultura y el amor a la belleza de la piedra esculpida con palabras, cinceles de poesía, desde donde reclamo la cordura.

Decidme, judíos, ¿podríais hoy consultar a nuestro eminente nagid cordobés, Maimónides, y relatarle tanto despropósito sin que os interrumpiera para maldeciros? ¿Tendríais argumentos ante él?

Explicadme, musulmanes, ¿acaso sostendríais la mirada iracunda del más admirado de los filósofos de Córdoba, el inmortal Averroes? ¿Con qué clase de especulaciones osaríais contradecir al más grande de los místicos del Islam, el murciano Ibn al-Arabí?

¿Y la palabra de Cristo, cristianos? ¿Cuántos siglos hace que huyó de la boca de los papas, si es que estuvo en ella alguna vez? Qué cómodo el silencio, y qué bien sirve a vuestros fines.

 

¿En qué habéis derivado? ¿Es concebible tamaño disparate en hombres serios, maduros? ¿No es, quizá, más propio de caprichosos niños que se culpan unos a otros en el patio del recreo? Necios, ¿a qué terrorífico jardín de infancia pertenecéis?

Venid a beber en las serenas fuentes de la Alhambra. Que se esponje vuestro corazón, si algo os queda de él. Leed en esas cúpulas, en esos muros, y tomad ejemplo. Sentiréis el frescor de la paz contagiada.

José Manuel García Marín

Julio de 2006