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José Manuel García Marín

Cuento

Cuento

 

Este cuento lo escribí para la Asociación de acogimiento "Hogar Abierto". Les animo a que lean el resto, comprando el volumen 2 de "Hijos y Héroes". En él encontrarán nueve cuentos más de otros tantos escritores, que también han cedido sus derechos en beneficio de dicha asociación. Se vende a 12 € en las librerías: Luces, Rayuela y Proteo.

El leñador

                            Por José Manuel García Marín


     Duerme. El pequeño rostro, enmarcado de suaves ondas de pelo negro, descansa relajado. La luz, en penumbra, proyecta la tenue sombra de las pestañas sobre sus mejillas, ahora gordezuelas. Los labios semiabiertos como si aún esperasen el biberón, desechado un par de años atrás. Todavía algún espasmo sacude el cuerpecillo, enfundado en el pijama de minúsculas florecillas rosas y blancas. Cogida a mis dedos, de vez en cuando siento cómo los aprieta, por asegurarse de que estoy junto a ella, velando su sueño. Porque es una presión rápida, que confirma y, aliviada, se destensa. Prefiere mi mano al mono de peluche, descuidado, aunque a centímetros de su carita, en la almohada, con la sempiterna sonrisa que diríase estupefacta y las patas delanteras ofrecidas, paralizadas, en un amago de abrazo permanente.

     Hasta mí llega el olor infantil, del jabón del baño, de la colonia y, debajo de ellos, un aroma más cálido, el de la ternura de su piel y de su carne de niña.

     Por fin ha ganado peso. Cuando vino a nosotros, como padres de acogida, no alcanzaba los catorce kilos. Los nervios, quizá el miedo, no le permitían comer. Nos miraba con los ojos asombrados. No entendía, más que las palabras, el tono. Y es que el nuestro era un tono cariñoso, al que ella no estaba habituada. Ella sabía de golpes, de espantos, de gritos... de dolor y llantos. Casi no hablaba, no decía su nombre. Pero ¿qué más da un nombre? Ella reúne todos los nombres de los niños que sufren o han sufrido.

      Cerca, enroscado a los pies de la cama, ronronea el gato, al que debemos su sonrisa. El mismo que le pareció amenazador y al que ahora acaricia, interminablemente, paseando la blandura de sus yemas por la superficie del pelo, sólo las puntas, sin jamás hundirlas hasta la piel, por temor, acaso, a que se rompa o pudiera estropearse, admirada de la prodigiosa suavidad del animal...

 

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