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José Manuel García Marín

El Puntal (En solidaridad con Lorca)

El Puntal (En solidaridad con Lorca)

   Con un leve impulso, que se diría imperceptible, el águila imperial abandonó el desnudo peñasco desde el que oteaba el valle. Agitó un par de veces las alas, cuya envergadura superaba los dos metros, y planeó en círculo por el lugar en que había divisado una minúscula agitación repentina. El sol pintó, por efecto de la luz, colores ilusorios en su plumaje, pardo, excepto en los hombros, poblados de grandes motas blancas.

   Como sospechaba, una liebre más nerviosa de lo oportuno, surgió del herbazal y corrió ágilmente hacia la madriguera, pero la rapaz no estaba dispuesta a perder su presa. De inmediato, se lanzó en un picado tan veloz que resultaba imposible seguirlo con la mirada.

   La liebre sólo percibió la sombra del temible agresor, cuando las garras de éste comenzaron a hundirse, irremediables, en su carne. Lacerada por aquellos agudos puñales encorvados, sintió cómo era elevada por los aires hasta un áspero risco, sobre el que la depredadora se posó sin soltar su nutritiva captura. La caza, todavía viva, se debatió en una lucha inútil, mientras la poderosa ave se alisaba con el pico las plumas bastardas, con la indiferencia de quien se sabe vencedor experimentado. Tras los últimos estertores de la víctima, el águila se echó a volar de nuevo. Su grito orgulloso, se escuchó en todo el valle.

   En las altas ramas de un eucalipto, atento a los agudos chillidos de la madre, esperaba impaciente la única cría, de cuatro meses ya, de la majestuosa carnívora. Entre ambas, el desmadejado cuerpecillo de la pieza, pronto se redujo a simples bolas de pelo ensangrentadas.

    -Madre -preguntó de repente el aguilucho-, ¿de dónde sale esa humareda?

    Hacia el este, ascendía una espesa columna de humo grisáceo, que marcaba el origen del incendio.

    -Es el fuego, hijo mío, seguramente provocado por el hombre. Es un inmenso daño para la naturaleza. Vamos, te lo enseñaré de cerca.

    En pocos minutos, las dos aves cubrieron la distancia que les separaba de la zona boscosa, hacia el este, y sobrevolaron el lugar de la tragedia. La madre descendió lo suficiente como para que el hijo observara, con detalle, la dantesca situación. Las llamas, avivadas por el viento, devoraban el tomillar, arrasándolo con la violencia de una ola flamígera, que se dividía para trepar a los árboles hasta coronar las copas, que ahora tremolaban como ardientes cabelleras. Pinos, arces, olmos, álamos, eran abrasados sin clemencia, desoídas sus dolorosas quejas, manifestadas por el estridente crepitar.

    -¡Mira! -dijo la cría, alarmada.

    Lagartos, lirones, ginetas, jabalíes, muflones, huían despavoridos, con el pánico asomándole a los ojos desorbitados. Formaban una masa caótica en desbandada, en la que cada cual buscaba la ansiada salvación, pisoteándose, perdidos, descuidados unos de otros. Los más lentos eran alcanzados por el fuego, y corrían convertidos en teas ardientes que, irónicamente, colaboraban con el incendio, hasta morir achicharrados, entre lastimosos alaridos.

    -Nosotros podemos volar y escapar más rápido -señaló, no sin tristeza-, incluso, que el hombre. ¿Somos el animal superior, madre?

    -No -negó categórica la sabia hembra-. Sólo el hombre puede combatir y vencer esta catástrofe; pero, esa no es su única singularidad, ¿te has fijado en que ningún animal ayudaba a otro? El humano tiene un sentimiento de solidaridad, del que carecemos las demás especies. Lo entenderás mejor si te lo muestro. Sígueme de nuevo.

    Esta vez, el vuelo de las aves se dirigió al oeste. Al llegar a una población, el águila descendió igualmente y se mantuvo en un constante planeo elíptico.

   -¡Cuántos nidos de hombre! -se sorprendió la cría-, pero hay muchos destrozados. ¿Qué ha ocurrido?, no parece que sea el efecto del fuego.

   -No lo fue. ¿Recuerdas que, hace unos días, la tierra tembló y los árboles movieron sus ramas? Un gran número de nidos humanos, que ellos llaman casas, se derrumbaron. Algunos murieron aplastados por los cascotes desprendidos, y bastantes otros quedaron expuestos a la noche, a la intemperie, sin ropas ni demás objetos que necesitan. No obstante, rápidamente aparecieron muchos otros, con distintos uniformes, y dedicaron sus esfuerzos a auxiliarles. Levantaron casas de tela para los afectados y heridos, les dieron comida, agua y más telas, para defenderlos del frío. Acudieron de todas partes y aún siguen haciéndolo. ¿Ves ese madero que empujan entre tres?

    -Sí, ¿para qué sirve?

    -Lo colocan ahí para evitar que esa casa se derrumbe y haya nuevos accidentes, a eso llaman un puntal; pero, el mejor puntal, es el propio hombre cuando se solidariza con los de su especie, porque, entonces, surge la esperanza.

    El aguilucho comprendió y, en silencio, se elevaron hacia el cielo, hasta no ser más que dos puntos en la distancia.

   -El puntal es la solidaridad. Me gusta... Pero nosotros también somos poderosos... -dijo, tras una breve reflexión-. Podemos mirar al sol de frente y contemplar las estrellas más de cerca -proclamó, satisfecho.

    Dos hechos asombraron a la pareja de palomas torcaces que, torpemente, se cruzaron con madre e hijo. Primero, no haber pagado su error con la vida; pero, sobre todo, por ver cómo una vieja águila sonreía.

3 comentarios

Juan Torroba Molina -

Preciosa fábula con una descriptiva asombrosa. Transmites mucho en pocas líneas, querido amigo. Un abrazo.

francisco urbaneja sanchez -

Hacia tiempo que no venia a tu blog y me he encontrado con esta entrada en solidaridad a Lorca y me ha parecido una narraciòn genial.Las pobres palomas no se creian el final del relato.

un fuerte saludo

fus

José Antonio Ávila -

Una preciosa prosa poética. Gracias.
El próximo día 19 de noviembre en la ciudad de El Campello, tendrá lugar un certamen nacional de poesía en beneficio de los damnificados de Lorca.
Gracias José Manuel por tu solidaridad con ellos.