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José Manuel García Marín

Guadix, dormida en el tercer día de la Creación - Antonio Enrique

Guadix, dormida en el tercer día de la Creación - Antonio Enrique

“...la bisagra misma, la vida con la muerte, lo que se ve con lo que no puede verse, lo que pesa y sin embargo está ingrávido. Pues todo está suspendido, como la fotografía quieta de una catarata de barro o bronce fundidos, o la de un maremoto de tierra que avanza y se detiene. Y éste es su silencio, el rumor que queda de un ruido pavoroso, sucedido hace millones y millones de años.

El paisaje de Guadix es la gran osamenta que sobresale de la tierra. Parece un catafalco, entre los muros que la encajonan. Arriba del todo, algo se mueve. Es blanco, empinado y perpetuo: la sierra más alta de la Península. Sierra Nevada, la Solaria de nuestros antepasados, se yergue por detrás a semejanza de una corona de eternidad. Ese blanco absoluto de las nieves, y los picachos que sobresalen, los de su abrupta y rielante cara norte, no pueden verse si se mira a la ciudad desde los cerros, pues ésta se despliega y reclina en dirección opuesta; se la ve, se la siente, la nieve de la majestuosa cordillera, en la luz. Una luz que reverbera, reverbera con tal ímpetu que chispea, escuece sobre los ojos como si fuera espuma salada. La luz engarza con todas las meditaciones que el paisaje suscita; pues dijérase que no proyecta sombra bajo el cuerpo, tan vertical fluye desde arriba, y tan potente que, dijérase otra vez, corroe toda sombra.

Nada puede dar idea de este paisaje cavernario, más propio de titanes y dioses, de monstruos fabulosos, de gigantes y enanos, que de gentes humanas como nosotros. Un día aquí reproduce el tránsito de toda una vida. Porque el tiempo aquí no corre, no está, no lo hay, y así, imperceptible, va tan despacio que puede ser y recordar simultáneamente, como hecho, el tiempo, memoria, memoria fósil del pasado recóndito, y memoria viviente del instante mismo, el instante mismo de su inminente contemplación agónica. No sé este paisaje, no sé: apasiona y no encadena, enciende y no quema, seduce, pero no obsesiona, con esa sequedad híspida, terminal, que nos devuelve a la condición adánica de cuando fuimos barro, cieno, limo. Este monstruoso tumulto de arcilla, este anfiteatro extremo, esta planicie que se horada en sí misma, este vértigo mareante, sume a quien lo contempla en un estado de compulsión que luego da en quietismo, en afán de no existir para sentirlo todo con otras potencias que no las sensitivas y corporales...”

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