Desgarro
A la espera de la cena, estábamos los tres en el bar de un hotel que, si bien era antiguo, conservaba el lujo que los modernos ya habían desechado: suelos de mármol, maderas y gruesas moquetas en discreto buen estado. Distanciado de nosotros, como a dos mesas, estaba sentado un anciano solo. Charlábamos animadamente; pero yo, de vez en cuando, observaba al solitario. De repente, se levantó. Interpreté que se marchaba; sin embargo, el hombre comenzó a mover las sillas una a una y a mirar debajo de ellas. Uno de mis compañeros, al ver que volcaba toda mi atención hacia el anciano, lo miró a su vez, y luego a mí.
-¿Qué pasa? -preguntó, curioso.
-Ese señor, que parece que ha perdido algo -dije.
En un instante, antes de que lo hiciera yo, mi amigo, amablemente, se fue hacia él, dispuesto a ayudarle. Hablaron, pero no pude entender más que la frase final del hombre, que indujo al compañero a volverse a nuestra mesa.
-¡Es una manía estúpida que tengo! -fue lo que pude oír.
-¿Qué le ocurría? -me interesé.
-Dice que hace años que, en esa misma mesa, perdió un bolígrafo, y que no puede evitar buscarlo cada vez que viene.
Los tres nos miramos, pero ninguno se rio de tan inútil extravagancia. El anciano se acercó a nosotros.
-Son escritores, ¿verdad?
-Sí, ¿cómo lo sabe? -le preguntamos asombrados.
-Me lo han dicho en recepción -respondió, antes de lanzarse a una larga perorata, salpicada de sinsentidos, que no abandonó hasta que una sospecha, alguna luz de su conciencia, se abrió paso para apuntarle que abusaba de tres desconocidos, y se despidió, dirigiéndose hacia la barra.
-¡Qué gran soledad! -exclamó el que, de nosotros, era poeta.
Por fin llegó nuestra cena y, con ella, la excusa perfecta para mantenernos en silencio. En un inconfesado, pero triste, silencio.
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JUAN TORROBA MOLINA -